Poesía Perimetral. Antología Entre Caníbales

“Poesía Perimetral”. Antología Entre Caníbales

Cuando leí a Osvaldo Lamborghini me imaginé que rompía la hoja impactando las letras metálicas de la biela de su máquina de escribir.

Tengo que controlar el impulso de entrelazar las manos a la altura del estómago y moverme de adelante para atrás, tengo que controlarlo todo. Quiero vivir la vida como un pan, dos ingredientes y calor. Nada más.

Él me preguntó si estaba sufriendo porque no me entendía y se imaginaba que era lo que parezco. Él me creía fuerte y temeraria, tanto que se sintió poco, cuando dejaba de serlo, cuando ya había cumplido, cuando no creía en el Che y cuando las palabras no me hacían efecto.

Me escribió estoy acá pero no supe donde era, en el mundo, en el polo, nómade, con el corazón más enorme, gitano, palestino, beduino cualquiera de ellos, en espera disfrutando de la aventura de la incertidumbre.

Cada rotura es reincidente, la oscuridad no es fea, es pura física, si te llaman Diego no puede ser por otra cosa que por Rivera, si te llaman Pablo no puede ser por otra cosa que por el apóstol. Que no crea que soy lo que parezco, no tengo máscara fotosensible, no estoy en casa, no tengo el libro.

Él se ata al mástil para escuchar sirenas y confiar en remeros para que lo guíen, toda a babor dije, siempre las izquierdas son mejores, son los mejores arpegios, en los lagos de Palermo sobrevive en una casa a punto de demolición.

“Sos bella como una tormenta”, aunque le arrancara de cuajo todos los árboles de su espíritu seguiría pareciéndole bella me dijo y me pareció un horror, quiero ser una suave brisa de verano, que aporte movimientos y cadencias, hasta a las plantas más débiles, el oleaje de un río manso que se mueve con el paso de una lancha a remo, el Paraná rosa cuando está bajo y quieto.
Voy a ir juntando glicerina y ácido nítrico para el herrero que fabrica puntas cónicas, vamos a soldar un caño, él está desmembrado y vuelto a unir, como Osiris, yo estoy desmembrada sin reunión de mis pedazos.

Cuando leí a Daniel Martucci pensé en la materia infinita, indeterminada, que se halla en eterno movimiento, un principio sin forma, sin límite y junto con su contrario el límite constituye la base de todo lo existente.

Soñé que con peso atómico y violencia caía desde un volquete, por la ventana: tierra con pedazos de brazos y piernas. Paula me dijo que en un mono ambiente nada perdura.

Parados, mientras que los truenos musicalizaban y los relámpagos iluminaban, la escena estaba buena. El lunático quiso contarme que era un ladrón arrepentido devenido a músico, a otro tipo de ladrón, que sus acciones malignas del pasado habían mutado en acordes lícitos y melodías genovesas. Me las cantó en el oído, se le mezclaban, se esforzaba por recordarlas. Necesitó hablarme desde la una hasta las seis, con su luna nueva en piscis y enmudecer bajo la lluvia gruesa, tenía los ojos manchados de sustancias lagrimales y brillos claros, se quedó mirando para Corrientes.

Sacó el kayak, iba hacia el sur, midió el viento de altura inverso al de la superficie con una veleta y me dijo que esas nubes en forma de cigarro mal armado venían del oeste, que eran salvajes, capaces de dar vuelta todo, de estafar una mesa de dinero, de penetrar cerraduras ajenas, de preñar humanos de sangres incompatibles en los túneles donde ayer asaltaban boqueteros, que todo podía pasar, que si tirábamos los vasos por las ventanas hacia la calle, quizás nos convertíamos en helénicos o en habitantes de la isla de Lesbos.

Atada al nudo con que un imbécil cerró su vida, pensaba en silencio en los simples giros del destino, en controlar al máximo las direcciones de las chispas, en discos rotatorios de diamante a pocas revoluciones por minuto, para no fundirlo con mi cuerpo y evitar así que nos quedáramos pegados, de lo contrario, las fuerzas centrífugas y las vibraciones hubieran causado en la destrucción de nuestras pieles, abrasivas y graves lesiones por la proyección de pequeñas partículas. Mi poesía perimetral marcaba que era correcta la posición que asumí. Por alguna razón que no está en mi comprender, quiso castigarme y obligarme a sentir lo que no debo.

Cuando leí a Néstor Perlongher parecía que me besaba y que me profería sus palabras al oído pasándome la lengua por la concha de mi oreja.

Falló el espacio, saltó un cometa de leche. Pasamos horas en modo fricción y encastre. Deseé que lo que vayamos a hacer ya esté pintado. Citamos sin soltarnos hasta mayo al comandante que estampa en el frente su remera. Con dulce caña bolita, con melosa clave retornamos bajo el suelo al oeste, a la parte más carnosa y más cruda de capital. Ésa era nuestra propia primavera en otoño. Ya no desperté de noche, girábamos nomás para acercarnos semidormidos a las espaldas o al pecho, en su cama o en las mías, trepé si estaba abajo y me hundí con él adentro.

Me gustaría que fuera mi vecino. Materializaría en el tabique de los dos, la puerta que se abrió y sus vaivenes. Tendríamos tres gatos y un pasillo con plantas, con flores y una fuente empotrada en la pared con pajaritos. Quizás me queden ganas de seguir haciendo lío y se de alguien que me pone buena. El que me hace antónimos entre las piernas, el que le encanta el chas chas metodológico. Hay paro y hay pija, hay torta para veinticinco. Resaca de vino y resaca de río, ninguna es mi voluntad. Desde este punto de vista las cosas no son justas. Tengo un látigo de cinco trenzas, cenicientas bajo el rigor del licor para defectos en viajes a Marte o a cualquier otra parte, predicadores y gente sin pantalón.

Me ama, me lleva en el ochenta y cinco periférico y me cuenta sobre la ensortijada con quien vivía y sobre la que ansioso solo se apretaba y sufría. Pasando Barracas, sobre la tomadora que tenía dos hijos pateados sobre la vereda. A la altura del puente de Avellaneda me cuenta sobre la que leyó mensajes y lo celaba y dejó en septiembre. Y sobre la secretaria con la que estaba todo bien pero, lo ocultaba ante los demás. Por Wilde, nombraba la vuelta de la que viajaba mucho y pintaba grafitis. A la de la secundaria un poco más allá, donde la zona se pone oscura y muy pobre, pero vuelven a alumbrar faroles con luz, o un semáforo y me cuenta sobre la propietaria que se quiso mudar con él pero al final no. Bernal, ahí me cuenta sobre la vecina que le escribe para tomar cerveza y ya casi llegando a la curva suave de La Calchaquí, me cuenta sobre la del río, la rechazada alabadora de sus ojos negros. Llegamos, toca el timbre y en el último tramo del viaje me cuenta sobre la mujer del amigo que fisurado se perdió el postre con miel y nuez mientras ella se la amasaba en la puerta.

Después de eso sólo pienso en Tizziana. En el hongo de las paredes y las uñas. Me dice, se manifiesta en una pantalla azul. Sé bien qué hacer con las cosas que me duelen, sé dónde ponerlas a ellas, van en la era del látex. Pensamientos hostiles y benevolentes chocan, combaten, trasmutan en metales nobles que viven en la tensión de la falta.

El siete fue un domingo llagado, con residuos y ancladeros. Un imperfecto cumpleaños de la madre arenisca, alborotó y aglomeró tropas, sujetos, tipos de clanes y reservadas huellas dañinas sin título. Justo se soltó la lluvia. Pasamos por la casa de la infancia. La puerta estaba abierta y se podían ver tabiques y verbos prófugos. Duplicamos y trasladamos las trampas hasta torcerlas y tiritamos, hicimos fuego, tajeamos. En el conteiner de la basura, entre escombros maderas y fierros: las puertas de metal. Las que se abrieron y se cerraron, las puertas blancas.

Estoy cerca del lugar de las pacanas. No siempre acierto. A veces es el estado de alerta sobre la sangre en la punta del glande. Hago buñuelos con chancaca y una piedra de cacao de la selva de Guarayos. Cuido su labio y descubro el barrio periférico, fabril y hevimetal. Todo abrazo es militante. Es lindo yendo conmigo sin metáforas.

Estoy en desorden, con nubes y baja presión. Las ráfagas de desamor de las que me habló me hacen dudar si todavía me querrá en el invierno, si debería tener otra mirada, si la realidad nos parte y nos separa o si nos une. Debe ser que cuando pienso con el pelo mojado y suelto, las razones innatas de mi cabeza gotean sin sostenerse fuerte. No quiero que se ponga a mariconear mañana y a gritar que se hace caca. Mi futuro alimenticio es hierro de lenteja.

Cuando leí a Leopoldo Marechal, la inteligencia y el álgebra platónica me estaban fallando.

Llegó el amor y como siempre es un idiota. Desde contenedores de la basura lo vemos con sombras de partes rotas. Dos perros en la ciudad más fea bajo el plumaje de aves muertas que salen una vez a mirar la niebla y las ramas secas de la vereda. Suenan las campanas del asilo, el sermón de la montaña, la armónica de Bob. Le pido que no me deje esta marca para siempre.

Hilo pensamientos durante el día y la noche en que cambian la muela del molino y la punta del eje. El ciervo almizclero con su pedal levanta vuelo, yo levanto flores muertas, secadas en una bandeja, malvones descartados, notas la, fa, si espesas, hasta que broten y se afirmen en el suelo. Pago con mi vida la realidad que llevo.

Ordeno y despejo lo inútil de su caos. Dejo huellas en todos lados. No quiero que se quede, pero llueve. O fuma sapos o chupa lianas o se pincha ranas, mientras derribo sus esperanzas. O busca matarnos frente al cerro o ahogarnos en el pantano. Cojo todo el tiempo y atiendo problemas que nacen en cada polvo, cojo y engendro más caos. La realidad nos parte y nos separa. El amor no es remedio para cuestiones huracanadas. Vuelvo a cerrarme y a tirar la llave como en la canción. Me desensibilizo, me inhabilito. Él se violenta y se vuelve inestable, borra todos mis rastros de su vida. Me quita.

Hace cosas, me pide perdón y lo perdono. El antagonismo del fuerte y el débil, el sentimiento y el pensamiento, la creencia y la acción que percibo son fortalecidos en la distancia o en el corte. Son las caras ocultas de todo. De que estoy hecha por dentro es algo que puedo sobrellevar conmigo misma. Las combinaciones ocultas son difíciles de descifrar y desactivar. Yo ya abrí el relleno de la almohada y el está dormido, sueña todavía, sin querer despertar.

Tengo que escribir cien veces que no debo pensar cosas feas, no ver su cara en la de otros y no soñar. Tengo que poner todo en papeles para envolver huevos, ver que ocurrió en el setenta y dos además de mi nacimiento, flecos en la edad de mis átomos, cuando volaban bombas y masacraban en Trelew, cuando fundaban jubilosos el Toro Negro, en la era en que las manos doblaron hojas e hicieron barcos. Pasaron muchas poesías visuales bajo el puente, hasta que me escribió diciéndome que éramos parte de un mundo inquieto colonizado de soledades.